Thania fijó su rostro, aún infantil, delante del espejo, roto y
desintegrado por las esquinas. No le gustó lo que vio. No le gustaba
desde hacía ya dos semanas, cuando sus padres decidieron cambiarla por
una lavadora, con la esperanza de que su hija tuviera mejor futuro con
el hombre que la compraba.
Se
equivocaron. Les engañaron. Se engañaron a ellos mismos. ¿Todavía no
habían aprendido de la vida que nada en ella era gratis?¿Que no existía
la gente buena y solidaria, sino un puñado de intereses maliciosos con
patas?
Con
su metro y cincuenta y seis centímetros, ella ya era consciente de
aquella enseñanza de vida que no se aprende en habitaciones
cuadriculadas repletas de pupitres, pizarras y maestros que piensan que
las únicas enseñanzas válidas son las que ellos prestan. Thania había
aprendido a desconfiar hasta de su propia sombra, a no regalar nada por
pena o compasión, y a aprovechar cualquier contexto u horario para
ejercer su impuesta profesión.
Con
tan sólo doce años, sus ropas y pinturas, atusadas suavemente en su
enjuto cuerpo, le daban el aspecto de una chica de dieciséis. Sus pechos
todavía eran tenues bultos difíciles de detectar bajo el vestido
estampado, pero no era una desventaja, pues su cuerpo presentaba unas
curvas infinitas muy deseadas por los hombres.
Recordaba
la noche anterior, en la que un importante hombre de negocios se había
presentado en la casa de su dueño para solicitar una noche con ella. Una
noche intensa y oscura de la que Thania se acordaría el resto de su
vida.
Cuando
ambos llegaron al hotel, el importante hombre de negocios instó a
Thania a entrar en la habitación. Tras la pulcra puerta del hotel de
cinco estrellas, aguardaban otros tres hombres con los que Thania
también habría de compartir su noche. Todos estaban ebrios y sus miradas
ardían de deseo cuando se posaban en su joven cuerpo, cual manzana roja
y sabrosa, pero sin veneno.
Las
horas restantes a su llegada, transcurrieron lentas, silenciosas e
indiferentes al sufrimento de Thania. En aquel momento no hubo un Dios
para ayudarla, no había un ángel para salvarla. Y a la mañana siguiente,
mientras ella se lavaba en el desvencijado cuarto de baño de la casa de
su dueño, tampoco hubo nadie para secar sus lágrimas y consolarla.
¿Por qué ella? ¿Qué había hecho, a qué o a quién había cabreado para merecer todo aquello?
La voz de su dueño le regresó a la realidad, mientras le ordenaba que fuera ya hacia su habitación.
Thania
se lavó la cara, calmando sus rojizos e hinchados ojos, frutos del
desconsuelo, y caminó hacia la habitación de su dueño, semidesnuda,
preparada para otra nueva enseñanza. Observó al ladrón de su infancia
con mirada vacía, imperturbable, y avanzó decidida hacia unos brazos que
jamás regalarían felicidad.